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De cómo el minimalismo se me apareció en el Camino de Santiago

Hay eventos en la vida que nos definen, que se convierten en puntos de inflexión y nos hacen valorar las cosas de otra forma. Luego de varios momentos intensos, decidí embarcarme en una jornada de búsqueda personal —mas no necesariamente religiosa—, recorriendo unos 300 km del Camino de Santiago en la primavera del 2013.
Comencé en la ciudad de León con unos 8 kilos en la mochila, que pensaba que ya era poco, pero cada gramo empezó a sentirse cada vez más a medida que avanzaba. Empecé a buscar la forma de disminuir el peso: Mandé ropa de vuelta por correo, regalé cosas, vacié la mitad del dentífrico y hasta corté una pastilla de jabón para llevar sólo un trozo.
Al final logré reducir unos 3 kilos, bajando hasta un total de 5, contando algo de agua y algunos gramos de comida para mantener la energía hasta la siguiente destinación. Ropa interior para 3 días y el resto para dos.
Una señora que conocí y había hecho la ruta anteriormente me dijo algo que siempre repito y que fue así al llegar a casa: «¡Cuando abrí el armario no sabía qué hacer con tanta ropa! Me estuve vistiendo por muchos días con lo mismo que había usado en el Camino».
Durante esos fantásticos 20 días realicé lo inmensamente feliz que podía ser con lo mínimo, enfocándome sólo en las experiencias. Extrañé poco de mis cosas. Aquí es donde entra el minimalismo, y no como corriente artística, sino como filosofía de vida. Son conceptos compatibles, mas no interdependientes.
A la vuelta empezó mi jornada por tener menos. Menos cosas te permiten ocuparte más de lo que te importa, bien sea en el aspecto emocional, actividades que haces por pasión o aprender nuevas habilidades. A la vez tienes menos cosas que mantener, menos limpieza, más espacio y ahorras dinero, entre otros beneficios.
Lo primero a eliminar fue lo más obvio, lo que sabía que tenía mucho tiempo sin usar o sin valor sentimental. Los papeles son lo más sencillo, un buen punto de inicio. Poco a poco fui pasando a otras pertenencias que reduje en varias sesiones: discos y películas, libros, aparatos electrónicos, fotografías, juguetes (sí, coleccionaba juguetes) y hasta utensilios de cocina. Los archivos digitales y proyectos personales no se salvaron en el proceso.
También ayudó el hecho de tener cosas en desuso que podían proporcionar mayor felicidad a otras personas o por las que podía obtener dinero mientras liberaba espacio.
Actualmente llevo unos dos años y el proceso continúa. Cuando crees que has terminado puedes volver a empezar y siempre encontrarás más de lo que deshacerte. Claro que todo esto no tiene sentido si cada cosa de la que te desprendes la sustituyes por una nueva —o más—. Al menos al principio. Más adelante la sustitución puede servir como una técnica de mantenimiento del minimalismo.
Pero cuidado, no se trata de privarte de lo que quieres ni tampoco de gastar poco dinero, se trata de enfocar la vida en una dirección que nos llene más el espíritu y menos nuestro espacio-tiempo en enseres y actividades que poco nos aportan.
Claro que se puede dejar espacio para aquello que sirva a propósitos específicos o por mero gusto: Elementos decorativos, aparatos electrónicos, equipos para algún hobby o algunos pocos ítems de colección. No estoy diciendo que no a esas cosas.
Se trata de no dejar que nuestras posesiones —o la obsesión por tenerlas— nos dominen. Cada quien debe buscar su propio equilibrio. Cada minimalista puede ser una nueva tendencia en sí mismo.
Es un viaje que, visto desde un punto de vista más amplio, también puede tratarse de no sólo poseer lo esencial, sino una búsqueda interna hacia simplificarlo todo, inclusos las actividades cotidianas, para dedicarnos a lo que nos produce mayor regocijo, paz y el fin último de la felicidad.

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